Un día, en su casa de Bolonia, Guglielmo Marconi hizo sonar un timbre en el sótano apretando un botón situado en la buhardilla. Lo sorprendente era que entre ambos puntos no había ninguna conexión.
Poco después, en las afueras de la ciudad, el joven investigador italiano daba una instrucción simple a su ayudante: —Si suena tres veces, dispara una.
El muchacho corrió detrás de una colina con el receptor inalámbrico y una escopeta. Desde su laboratorio, con un primitivo transmisor de ondas hertzianas, S en aquel alfabeto morse que había aprendido hacía muchos años de un viejo telegrafista ciego. Al instante, como por arte de magia, se escuchó el disparo convenido. La telegrafía sin hilos, madre de la radio, había sido inventada.
Esto ocurrió en 1895. Un par de años más tarde, conectando una antena al transmisor, Marconi logró proyectar su señal a mil kilómetros de distancia. Después, alargando la longitud de onda, superó los16 kilómetros del Canal de la Mancha. En 1901, como un corredor después de entrenarse para el gran salto, cubrió los 3,300 kilómetros que separan Inglaterra de Terranova, en Canadá. Los nuevos telegramas volaban libres. Podían prescindir de los cables y de los postes terrestres.
Como si Marconi lo presintiera, el 14 de abril de 1912 el Titanic hizo un desesperado SOS a través de su recién estrenado equipo de telegrafía sin hilos y se pudieron salvar 700 vidas del naufragio. De ahora en adelante, todo barco iría provisto de una estación marconi.
La wireless, la sin hilos, como se le comenzó a llamar al nuevo invento, unía tierras y mares, saltaba montañas, desparramaba los mensajes a través del éter, sin ningún otro soporte que las mismas ondas electromagnéticas. Todos los que dispusieran de un receptor adecuado, podían captarlas. Pero no entenderlas, porque los breves mensajes enviados tenían todavía que ir cifrados en alfabeto morse.
En la nochebuena de 1906, el canadiense Reginald Fessenden realizó la primera transmisión de sonido: los radiotelegrafistas de los barcos que navegaban frente a las costas de Nueva Inglaterra no captaron esta vez impulsos largos y cortos en clave morse, sino una voz emocionada leyendo el relato del nacimiento de Jesús y acompañada por un disco de Haendel. Fessenden había logrado emitir directamente la voz humana sin necesidad de códigos, pero su proeza apenas alcanzaba a un kilómetro y medio a la redonda.